A finales de los ’60, junto con mi amigo Carlos Marino y otros compañeros de Ferrocarriles Argentinos, empresa nacionalizada por Perón, se nos ocurrió relatar eventos de la historia nacional en formato de cómic, para que fueran acopiados y comprendidos amigablemente. Creíamos que la enseñanza de nuestros hechos relevantes no congregaba multitudes ni aprendizajes.
La educación, decía Paulo Freire, debía gotear en contexto sobre los fértiles, el aprendizaje tenía que mostrar sus frutos, y la construcción del conocimiento se erigiría a partir de la realidad del estudiante. Había que estremecer la monotonía, eliminar el enfoque rígido y memorizado, y transformar la historia en una experiencia vivida y cautivante. Nosotros creíamos que la causa y su efecto eran herramientas más profundas que la casualidad. La historieta era accesible, concisa y dinámica.
Suponíamos que nuestra idea era buena, y sabíamos que las herramientas que teníamos flaqueaban ¿Cómo eran los diálogos de época? ¿En qué consistían ilustraciones con calidad de profesional?
La buena suerte no necesita que la expliquen: otro trabajador de Ferrocarriles nos juntó con Héctor Germán Oesterheld, a quien conocíamos por El Eternauta, El Sargento Kirk, Bull Rocket y Ernie Pike. Fuimos con un puñado tembloroso de guiones bocetados a la carrera, con la esperanza de que él nos contactara con Hugo Pratt ¿Qué menos que el dibujante del Corto Maltés para dar impulso a los bravos nacionales?
Marchamos en confuso escuadrón hacia Núñez y entramos con errónea rigidez. Oesterheld nos escuchó tenazmente, leyó en silencio los dos apuntes, nos hizo algunas preguntas y, como si se tratara de una reflexión sobre el estado del tiempo o del pronto atardecer, dijo que le encantaba la idea, se ofreció a abordar el enfoque narrativo y a ponernos a disposición a los dibujantes Campdepadros, Desimone y Gatti. No hablamos de Hugo Pratt, pero no hizo falta.
Si se razona no se vuela; no hay nada como el entusiasmo para dotar de alas. Escribimos otros 22 bocetos y re-redactamos los precarios más rápido que la Guerra de los Seis Días. Ni el frío invernal, ni el cansancio, ni lo asimétrico de esa momentánea sociedad, fueron suficientes para sosegarnos. Es cierto que habíamos sumado los consejos de Oesterheld a nuestra santabárbara, pero incluso con las manos atadas hubiéramos avanzado.
Cuando le presentamos nuestros 24 episodios, nos pusimos a pensar en un precio muy accesible para los lectores, en la publicación y la distribución. Mientras tanto, Oesterheld concentró la narrativa y el diseño, que dirigió directamente. Queríamos emitir revistas mensuales. Como la calidad estaba asegurada, no pensamos en el equilibrio de los costos: todas las partes trabajábamos gratuitamente, ¿qué problema podía haber? Los canales que elegimos para entregar las unidades fueron los quioscos, que negociaban a través de los distribuidores de diarios y revistas.
Trabajamos con Oesterheld cinco meses. A veces, me acuerdo de su personaje Ernie Pike, el corresponsal de guerra, y su diseño facial es alargado y compasivo como el de Héctor. Otras, viendo El Eternauta, Juan Salvo comparte con él su adustez. Pasó el tiempo, la profesión de Ernie Pike está disminuyendo en número, y el héroe colectivo todavía no se extendió demasiado. Los quioscos de diarios y revistas también son menos.
A fines de los ’60, el puesto de impresiones era como es hoy un espacio de 24 x 24. En lugar de panchos, se entregaba cultura. La batalla de Chacabuco, o Güemes. El guerrillero, habían generado, cada uno, una tirada completa. Esos ejemplares llegarían al quiosco en manos de los distribuidores.
El país no es el que soñamos, y la historia se escribe según pasa el tiempo, pero se lee menos todavía de lo que se leía. Es tremendo, pero la vida no se inclina ante nadie. Nos seguimos pareciendo a lo que fuimos, y no somos lo que hubiéramos querido ser.
Entre los parecidos, está la clausura de Epopeyas Argentinas. El ejemplar, por entonces, costaba un peso con cincuenta, que debía pagar el comprador final. De esa cifra, el quiosquero pagaba al distribuidor y al editor. No habíamos contado con la astucia de algunos compatriotas.
Los distribuidores solicitaron una “retribución a voluntad del pagador”, o sea, de Oesterheld y nuestra. Pero su ambición era mayor que nuestra voluntad, y superaba el peso con cincuenta que habíamos impreso. Nos daba para tener ideas, y nunca nos dio para tener plata. La revista quedó para nosotros, sus dueños, por el respeto a la propiedad privada que se menciona a menudo, y no llegó a los quioscos. Conservo algunos ejemplares.
Aquel coraje, aquellos rostros, duermen en el regazo de un verano eterno. Ahora pienso que tener ideales es algo valioso precisamente porque se trata de cuestiones que se desean y nunca se alcanzan. En cambio, se pueden compartir. Es lo que hago.
@P12