Desde San Sebastián
Hay una belleza a la vez muy arcaica y muy sofisticada en Tardes de soledad, el extraordinario documental –el primero en su obra- del catalán Albert Serra, que elevó a su punto más alto el nivel de la competencia oficial del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Arcaica porque el espectáculo de la tauromaquia –brutalmente cruel, pero espectáculo al fin- que está en el centro del nuevo film del director de Pacifiction tiene antecedentes que se remontan a la Edad de Bronce y cuya expresión más moderna -la corrida de toros tal como se la conoce hoy- surgió en el siglo XVIII y poco pareciera haber cambiado desde entonces. Y sofisticada porque Serra es un cineasta de un dominio absoluto de las formas del mejor cine contemporáneo, un creador solitario y muchas veces genial que justamente se ha caracterizado, en el primer tramo de su obra –Honor de cavallería, inspirado en Don Quijote de la Mancha, El Cant dels ocells, sobre el viaje de los Reyes Magos- en utilizar fuentes y materiales primitivos, que hacen a la identidad y a la esencia de su cultura.
Quizás por eso no sorprende que Serra se haya interesado por la corrida de toros, que es “Patrimonio cultural español, digno de protección en todo el territorio nacional”, tal como lo dispuso una ley de 2013. Y que sigue vigente a pesar de la creciente oposición de una parte de la población española, que en estos días se manifestó en contra la película –en las puertas del Kursaal hubo pancartas y consignas que gritaban “Cine es cultura, tauromaquia es tortura”– y que hasta llegó a pedir la exclusión del film del festival. Algo a lo que el director de San Sebastián, José Luis Rebordinos, habituado a los debates públicos, obviamente se opuso: “¿Qué está pasando en este país?”, señaló Rebordinos. “Antes los censores tradicionales veían las películas y luego pedían que no se proyectaran. Ahora la censura viene por anticipado. No me creo un pretendido discurso progresista si luego resulta que solo quiere censurar. No son humanistas, son censores”.
El mismísimo ministro de Cultura español, Ernest Urtasun, salió en su respaldo: “El arte y la cultura están aquí para interpelarnos –señaló- y cualquier cineasta o artista puede desarrollar una obra desde la óptica que considere oportuna”. Habitualmente polémico en sus declaraciones, Serra primero se manifestó irónicamente contra la censura (“¿Por qué los toros? ¿Por qué mejor no prohíben la guerra?”), pero luego decidió aclarar que se acercó a la tauromaquia “con respeto e inocencia, sin prejuicios ni provocaciones”. Y terminó confesando que “nunca había trabajado tan cerca de la muerte, es impresionante”.
Es precisamente esa relación entre la tauromaquia y la muerte -un tema que ya desarrollaron antes los grabados de Goya y la poesía de García Lorca, antecedentes que no le quedan grandes al film- lo que Serra explora de la manera más desnuda y descarnada, despojando a la película de todo rasgo de exotismo o color folklórico para quedarse únicamente con lo esencial, con ese momento de la verdad (así se llamaba un injustamente olvidado film de Francesco Rosi sobre el torero Miguelín) en que el hombre y el animal se miran a los ojos antes de la muerte, que será seguramente la del toro, pero también puede ser la del torero, que se entrega a ese atávico ritual que tiene tanto de riesgo como de un raro exhibicionismo coreográfico.
En Tardes de soledad, el protagonista absoluto es Antonio Roca Rey, un peruano nacionalizado español que a los 27 años se ha convertido en la gran estrella de la tauromaquia actual, colmando todas y cada una de las plazas en las que se presenta. Pero la puesta en escena de film –porque un buen documental también toma decisiones de puesta en escena, como lo hacen los mejores films de ficción- elige dejar al público completamente de lado. No se verá ni un solo plano de las gradas repletas, que quedan relegadas a un potente fuera de campo reforzado por el magnífico trabajo de sonido del equipo conducido por Jordi Ribas.
El mundo actual está casi completamente elidido en Tardes de soledad. Lo que queda entonces es la arena pringosa, la cuadrilla presumida que acompaña al torero, los barrocos trajes de luces y la lidia en sí misma, tal como era hace siglos. Y por supuesto la sangre, que mana a borbotones de las heridas del toro, pero también de las del torero, que más de una vez está a punto de ser corneado de muerte, pero en tanto protagonista del espectáculo la lleva orgulloso en todo su cuerpo, incluida su cara, sin que a veces se sepa si es la suya o la del animal.
La virtuosa cámara de Jordi Tort no se pierde ni un solo detalle de cada lidia y es capaz de sostener un plano secuencia durante minutos que parecen eternos. No es una casualidad que el camarógrafo y el propio Serra figuren ambos como responsables del montaje, porque ha sido evidentemente una decisión de ambos encontrar no sólo el ritmo interno de cada plano sino también su exacta duración, para darle mayor tensión y dramatismo a cada secuencia. El uso de teleobjetivos e incluso de zooms digitales realizados en postproducción colaboran en tanto para alcanzar momentos de una extraña, hipnótica abstracción plástica.
Hay solamente dos momentos en que la estructura de Tardes de soledad se permite escapar de la arena de la plaza de toros. Uno es cuando Roca Rey viaja en su combi privada, rodeado de su cuadrilla, todos contagiados de una delirante adrenalina, con las pupilas dilatadas, casi como si estuvieran drogados por el peligro que van o acaban de enfrentar. El otro es una escena de una inquietante intimidad, cuando Roca Rey, apenas asistido por su manager personal, se calza dificultosamente en la habitación del hotel su ceñidísimo traje de luces, como si fuera una bailarina transgénero. Es una instancia de una perturbadora androginia que –junto con los rezos y los besos a la imagen de una virgen- contrasta con el machismo declarado de la lidia, donde se celebran tanto, y a los gritos, los “cojones” del torero. De esos detalles, de esas sutilezas está hecha Tardes de soledad.
@P12