Compartimos el artículo de la portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia, María Zajárova, publicado en el periódico Rossíyskaya Gazeta titulado “NeocolonIAlismo digital: el trasfondo político de la inteligencia artificial”.
Entre otras definiciones expresa que “la IA, motor principal de la llamada cuarta revolución industrial, está dando forma a un nuevo orden económico, social y cultural. La industria, las finanzas y la gestión estatal ya evidencian estos cambios”.
Zajárova advierte que “el rápido avance del aprendizaje automático también revela una dimensión política cada vez más marcada” y que “responde a una lógica de pensamiento neocolonial”.
En combinación con la inteligencia artificial, el neocolonialismo adquiere una dimensión práctica verdaderamente global y una sofisticación tecnológica sin precedentes. Lo que antes eran vínculos de subordinación entre colonias y metrópolis, hoy se transforma en formas más sutiles pero igualmente poderosas de dependencia, extendidas a todos los rincones del planeta.
María Zajárova
Sentencia además que “los países en desarrollo ya no dependen únicamente del hardware o del software fabricado en el Norte global. Su vulnerabilidad radica ahora en los algoritmos: en los parámetros ocultos que determinan cómo se procesan los datos, cómo se distribuyen los bienes, cómo se organiza la educación, cómo se diagnostican enfermedades o cómo se orienta la opinión pública. La dependencia es de otro orden: lo que se exporta como influencia ya no es solo tecnología, sino información, datos y capacidad de procesamiento”.
A continuación el artículo completo.
NeocolonIAlismo digital: el trasfondo político de la inteligencia artificial
A principios de julio, el Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia celebró una sesión de alto nivel centrada en las tecnologías de la información y la comunicación, con especial atención a la inteligencia artificial (IA). Aunque el comunicado oficial resumía los resultados del encuentro, en realidad se trató del punto de partida para un trabajo estratégico de largo alcance. La reunión impulsó una reflexión profunda dentro del Ministerio sobre la necesidad de adaptar su estructura y funcionamiento a los desafíos de la IA en el contexto internacional.
Uno de los aspectos más relevantes del debate —y accesible al público— es el análisis del trasfondo político de la transformación digital y del papel que deben jugar en ella las tecnologías basadas en redes neuronales. No cabe duda de que la IA, motor principal de la llamada cuarta revolución industrial, está dando forma a un nuevo orden económico, social y cultural. La industria, las finanzas y la gestión estatal ya evidencian estos cambios.
Sin embargo, el rápido avance del aprendizaje automático también revela una dimensión política cada vez más marcada. Para entender las implicaciones más profundas de la digitalización, es esencial examinar el sistema de valores ideológicos que orienta a los actores globales que lideran el desarrollo de la IA. Ese sistema responde a una lógica de pensamiento neocolonial.
En combinación con la inteligencia artificial, el neocolonialismo adquiere una dimensión práctica verdaderamente global y una sofisticación tecnológica sin precedentes. Lo que antes eran vínculos de subordinación entre colonias y metrópolis, hoy se transforma en formas más sutiles pero igualmente poderosas de dependencia, extendidas a todos los rincones del planeta fuera del llamado “mil millones de oro”.
Los países en desarrollo ya no dependen únicamente del hardware o del software fabricado en el Norte global. Su vulnerabilidad radica ahora en los algoritmos: en los parámetros ocultos que determinan cómo se procesan los datos, cómo se distribuyen los bienes, cómo se organiza la educación, cómo se diagnostican enfermedades o cómo se orienta la opinión pública. La dependencia es de otro orden: lo que se exporta como influencia ya no es solo tecnología, sino información, datos y capacidad de procesamiento.
Este control se concentra en una élite de Estados y corporaciones que, con dominio casi exclusivo sobre las infraestructuras digitales y la IA, imponen condiciones, difunden modelos culturales, moldean mentalidades e influyen directamente en decisiones de gobiernos e individuos. Todo esto ocurre en tiempo real, en un sistema donde la gestión remota de la realidad se vuelve cada vez más invisible y omnipresente.
Las tecnologías de inteligencia artificial han alcanzado ya un nivel que permite no solo gestionar, sino suplantar la realidad en una escala nunca antes vista. La influencia se ejerce tanto a través de canales de información tradicionales como mediante plataformas digitales que se integran silenciosamente en la vida cotidiana.
Las redes neuronales, con su capacidad de manipulación, trascienden los límites de la lógica y del debate basado en hechos. Operan sobre reflejos, emociones, principios éticos e incluso sobre el inconsciente humano, moldeando reacciones automáticas sin que medie reflexión consciente.
Estamos asistiendo al surgimiento de una nueva estructura de control, capaz de incrustarse en lo más profundo del comportamiento individual, sorteando la voluntad, la conciencia e incluso la resistencia.
Así, la IA se configura no tanto como herramienta de progreso, sino como palanca de presión, arma estratégica en la competencia global e instrumento de redistribución del poder. La lucha ya no es solo por los recursos o los mercados, sino por la propia conciencia humana, por el modo de vida, por la autonomía de pensamiento.
La carrera por el liderazgo tecnológico —por convertirse en el “dueño del destino de la Humanidad”— amenaza con conducirnos a un futuro muy distinto del que prometen los defensores de la transición digital. Frente a esta realidad, se impone un enfoque crítico y equilibrado, que contemple no solo los avances técnicos, sino también sus implicaciones económicas, sociales y ecológicas.
El impacto de la inteligencia artificial no se limita al plano tecnológico o social. También está generando una presión sin precedentes sobre las infraestructuras energéticas globales. Según una declaración difundida en julio por PJM Interconnection —el mayor operador del sistema energético de Estados Unidos—, el crecimiento de los centros de procesamiento de datos (CPD) y los chatbots basados en IA está provocando un “reinicio” energético: el consumo eléctrico avanza más rápido que la construcción de nuevas centrales.
La previsión es clara: el precio de la electricidad podría aumentar más del 20% este verano en regiones que abarcan 13 estados estadounidenses, desde Illinois hasta Nueva Jersey, donde se concentra el mayor número de CPD del mundo y más de 67 millones de usuarios dependen de esa red.
En este contexto, la lógica neocolonial vuelve a activarse. Como en siglos pasados, el costo real de alimentar esta revolución digital —energía, metales, agua y trabajo— recaerá previsiblemente sobre los países en vías de desarrollo. Promesas como “reducir la brecha digital” o “favorecer la inclusión tecnológica” encubren en muchos casos nuevas formas de explotación de recursos y subordinación económica.
Las analogías históricas ayudan a entender las dinámicas actuales. El Imperio británico justificó su expansión global con la noción de una civilización “donde nunca se ponía el sol”, una narrativa sostenida gracias al acceso ilimitado a los recursos de sus vastas colonias. Francia, por su parte, impulsó la francofonía como instrumento de influencia cultural y geopolítica, cimentada en gran medida sobre territorios y pueblos sometidos, cuya condición muchas veces rozaba la esclavitud. Alemania, en su etapa más oscura, soñó con un Reich milenario. Hoy, la inteligencia artificial emerge como el nuevo gran proyecto de dominación global: un dispositivo tecnopolítico impulsado por lo que muchos analistas denominan ya “el Estado profundo planetario”.
Con los datos en la mano, es momento de analizar con mayor detalle el nuevo epicentro del control global.
El control global impulsado por la inteligencia artificial se articula, ante todo, sobre la transformación digital de la economía mundial. La digitalización avanza de forma silenciosa pero implacable en todos los ámbitos: desde la producción hasta la logística, desde la gestión empresarial hasta la distribución. En este proceso, los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) —es decir, el núcleo industrializado del planeta— han liderado el crecimiento del sector digital en los últimos seis o siete años.
Actualmente, la economía digital representa ya el 3% del PIB mundial, un porcentaje modesto en apariencia, pero sin precedentes en cuanto a su velocidad de crecimiento. Ninguna otra actividad económica ha alcanzado niveles de expansión tan rápidos ni tan generalizados en la historia reciente.
La digitalización, además, condiciona las decisiones de inversión internacional: las normativas digitales se han convertido en un requisito básico para atraer capital, y se estima que hasta un 13% de las inversiones externas ya se destinan a este sector, con una tendencia al alza.
Este fenómeno tiene una base material ineludible: el volumen exponencial de datos que genera la humanidad. Cada semana se produce más información que durante todo el primer milenio de nuestra era. La gestión y el análisis de estos datos —lo que se conoce como big data— se ha convertido en el verdadero núcleo del valor económico. Las empresas lo saben: incorporar tecnologías digitales puede significar un aumento de productividad de entre un 5% y un 6% como mínimo.
El segundo pilar del nuevo sistema de control global es la propia inteligencia artificial y su creciente impacto en la economía mundial. En la Unión Europea, según estimaciones de la Comisión Europea, 2 de cada 5 grandes empresas ya han integrado soluciones basadas en IA. Entre 2023 y 2024, la adopción de esta tecnología se duplicó en comparación con el año anterior, consolidando una tendencia de expansión acelerada.
El mercado de tecnologías vinculadas a la IA alcanza actualmente los 75.000 millones de dólares, con un crecimiento anual del 30%, y todo indica que seguirá expandiéndose. Lejos de limitarse a sectores especializados, la IA ha llegado a los hogares: casi todos los teléfonos inteligentes modernos incorporan algún tipo de procesamiento basado en inteligencia artificial. La tecnología está presente —literalmente— en la mano de cada persona en el planeta.
Los presupuestos dedicados al desarrollo de la IA reflejan su centralidad estratégica. Estados Unidos ha destinado 500.000 millones de dólares al proyecto Stargate. La Unión Europea, pese a las dificultades de su economía, ha invertido 200.000 millones de euros en su iniciativa InvestAI. El Reino Unido ha comprometido 14.000 millones de libras exclusivamente para sus centros de procesamiento de datos. Y China, según estimaciones de expertos, aumentará sus inversiones en IA un 48% solo en 2024, alcanzando entre 84.000 y 98.000 millones de dólares.
Este crecimiento exponencial no es autónomo: depende de manera directa del acceso a recursos críticos y fuentes de energía.
Los metales de tierras raras se han convertido en un recurso clave para el crecimiento de la producción y la adopción de estándares de inteligencia artificial (IA). Sin embargo, sus reservas son limitadas, lo que ha desatado intensas disputas comerciales entre los principales proveedores de tecnología vinculada a la IA.
Las élites políticas occidentales, que carecen de estas reservas en sus territorios, buscan garantizar un acceso ilimitado a los yacimientos ubicados en los países de la Mayoría Mundial. Para ello, aplican políticas neocoloniales agresivas, que a menudo rozan el saqueo y la explotación.
De acuerdo con informes de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) y del Instituto de la ONU para la Formación Profesional y las Investigaciones (UNITAR), la extracción de estos recursos naturales se ha convertido en una lucha global por la redistribución de la riqueza.
Un dato revelador: para fabricar un solo teléfono inteligente de 100 gramos se requieren aproximadamente 70 kilogramos de materias primas, extraídas principalmente en países en desarrollo. Dado que se producen miles de millones de smartphones al año, los expertos alertan sobre un fenómeno que denominan “colonialismo mineral”, donde las empresas occidentales explotan el subsuelo y la mano de obra de estas naciones.
Se proyecta que para 2050 la extracción de minerales esenciales para la transición digital —como grafito, litio y cobalto— aumentará en un 500%. Este crecimiento exponencial agravará la ya desigual distribución de la carga ecológica y los beneficios económicos a nivel mundial.
Mientras los países del llamado Occidente colectivo continúan explotando los recursos naturales de las naciones en vías de desarrollo, los países del Sur Global se empobrecen aún más, víctimas de la creciente desigualdad digital.
Pero el impacto no se limita a los minerales. El consumo energético y de agua para mantener operativas las potencias informáticas es otro factor crítico. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), entre 2018 y 2022, el gasto energético de los 13 principales operadores de centros de procesamiento de datos (CPD) se duplicó. En 2022, estos centros consumieron aproximadamente 460 teravatios hora, una cantidad equivalente al consumo total de energía de Francia, y se espera que esta cifra se triplique en los próximos tres años.
El uso de agua potable para refrigerar servidores es igualmente alarmante. Solo en 2022, Google empleó más de 21 millones de metros cúbicos de agua, mientras que Microsoft utilizó 700.000 litros para mantener operativo su modelo GPT-3. En contraste, la ONU estima que 2.000 millones de personas carecen de acceso estable a agua potable limpia.
Esta realidad revela una paradójica prioridad: según los países occidentales, el agua es más necesaria para sostener la inteligencia artificial que para cubrir las necesidades básicas de millones de personas en el mundo.
Un nuevo elemento del sistema neocolonial en formación es la plataforma ideológica ecologista promovida por fuerzas neoliberales en los países del Occidente colectivo. Estas potencias han diseñado un sistema universal de permisividad económica que reproduce las dinámicas depredadoras del capitalismo no regulado.
Mientras tanto, exigen que cualquier desarrollo económico de los países “no selectos” se ajuste estrictamente a los “estándares verdes” occidentales. Tras décadas de crecimiento económico acelerado, los países miembros de la OCDE ahora limitan políticamente el avance de las naciones de la Mayoría Mundial, recurriendo a menudo a “prácticas sucias” para mantener su hegemonía, siempre y cuando la extracción y producción de recursos naturales se realicen lejos de sus propias ciudades.
La creciente demanda de tecnologías emergentes como la cadena de bloques, la inteligencia artificial, las redes móviles 5G y el “Internet de las Cosas” no reduce las emisiones contaminantes, sino que las incrementa. Este sector es responsable de más del 3% de los gases de efecto invernadero a nivel mundial, generando hasta 1.6 gigatoneladas de CO₂ anuales. Las emisiones de dióxido de carbono continúan creciendo a ritmo acelerado, en progresión geométrica.
La gestión consciente de: la digitalización, la implantación de la inteligencia artificial (IA) y la llamada “agenda verde” han impulsado una fase revolucionaria en el desarrollo del sector de la IA, conocida como el “salto cuántico”.
A finales de la década pasada, se presentó una arquitectura radicalmente nueva para las redes neuronales profundas: los transformadores. A principios de esta década, esta innovación se tradujo en productos masivos, como ChatGPT, capaz de adaptarse a casi cualquier ámbito de la actividad humana.
Hoy está claro que los procesos vinculados al desarrollo sostenible, la transformación digital, la modernización del sector de Defensa, la ingeniería política, las comunicaciones masivas, la educación, la sanidad e incluso las actividades creativas estarán inevitablemente ligados a la implementación universal de estas tecnologías.
Este escenario confirma la visión expresada por el presidente de Rusia, Vladímir Putin, quien afirmó que quien lidere la creación de esta tecnología dominará el mundo y que su implantación marcará un nuevo capítulo en la historia de la Humanidad.
La IA se convierte así en un campo de competencia geopolítica, inversiones multimillonarias y nuevas formas de expansión tecnológica, impulsadas por los motivos ya expuestos.
Además, el avance de la IA ha irrumpido en las relaciones internacionales como un clúster autónomo y de rápido crecimiento. Los temas relacionados con las redes neuronales se han incorporado aceleradamente a la agenda de organismos internacionales y regionales.
Entre los espacios más destacados para la gobernanza de la inteligencia artificial (IA) se encuentra la Organización de Naciones Unidas (ONU), donde se llevan a cabo consultas intergubernamentales para lanzar el Diálogo Global sobre la Gobernanza de IA y el Grupo Científico Internacional para esta tecnología. Además, se debate la creación de una Fundación especial dentro del marco de la ONU, encargada de apoyar programas de asistencia técnica en este campo.
Desde principios de año opera la Oficina Digital, dependiente de la Secretaría de Naciones Unidas. En paralelo, la UNESCO trabaja en la elaboración de normas éticas y estándares para la IA, basados en la Recomendación sobre la ética de la inteligencia artificial aprobada en 2021.
Bajo la égida de la UNIDO funciona la Alianza Mundial sobre la IA en la industria y la producción, y se celebra anualmente la cumbre “La IA para el Bien”. Incluso la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) ha intentado pronunciarse sobre el tema.
Estos intensos procesos multilaterales reflejan la creciente rivalidad por el liderazgo en el ámbito de la inteligencia artificial. Por ello, requieren una atención constante y una postura activa por parte de los Estados, incluyendo a sus Ministerios de Asuntos Exteriores.
En última instancia, la construcción de un orden mundial justo y multipolar dependerá de la capacidad para frenar los intentos de reproducir en la esfera digital las desigualdades y supresiones neocoloniales del pasado.
María Zajárova