Polemizar con la audacia de un pensamiento que se inscribe en la trama de la literatura latinoamericana, una tradición que incluye la política y la estética. El colombiano Juan Cárdenas es un escritor anfibio que se mueve por las aguas de un proyecto literario expandido hacia el ensayo y el arte. Nada de lo humano ni de lo literario le es ajeno. Un pequeño artefacto, los cuatro ensayos que integran La ligereza (Sigilo), libro que vino a presentar a Buenos Aires, podría prestarse a la confusión que emana desde el título. Los asuntos que explora, como lo nacional-popular, el triunfo del mercado en su imposición de un tipo de fascismo superlativo, la antropofagia y el mestizaje, los usos y abusos de la identidad y la recuperación de un pensamiento utópico a contrapelo de los lugares comunes, están hilvanados para leer y discutir con intensidad, dos instancias que, curiosamente, no parecen ir de la mano en estos tiempos. Como si las disputas quedaran pedaleando en el vacío y las ideas se perdieran en un camino atravesado por gritos y escándalos de toda índole.
El primer ensayo que da título al libro, dedicado al escritor argentino Sergio Chejfec (1956-2022), su maestro y amigo, una de las personas que más lo influyeron, comienza afirmando que “todo gran arte trae consigo la marca de la ligereza”. Después de esa afirmación inicial, Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978), autor de las novelas Zumbido, Los estratos, Ornamento, Tú y yo, una novelita rusa, El diablo de las provincias y Peregrino transparente, menciona objetos voluminosos como las catedrales góticas, los párrafos de Rabelais y Cervantes o cualquier página de Juan Carlos Onetti. “Me interesa trabajar los contrarios, no quería hacer un ensayo del tipo voy a demostrar una tesis. Este ensayo trata de moverse en una esfera de lo intuitivo”, explica el escritor que ha traducido a numerosos autores como Joseph Conrad, William Faulkner, Nathaniel Hawthorne, Norman Mailer, Eça de Queirós y Machado de Assis.
Cárdenas, que vivió en Madrid entre 1998 y 2013, cuenta que pasa más de la mitad del año en una casa que tiene en el sur de Colombia, en el Cauca, “un lugar campesino, una zona de narcotráfico, de bandas albanesas, cartel de Sinaloa, más los actores armados clásicos del conflicto con las drogas en esa zona”, enumera el escritor los componentes de un territorio complejo que al mismo tiempo tiene una tradición de resistencia histórica campesina, indígena y negra. “Soy de la zona, nací en Popayán, pero en todas partes me siento extranjero. Ahí quizá más que en ningún otro lugar”, confiesa.
–En uno de los ensayos del libro destacás que te hiciste escritor en Madrid. ¿La escritura también la sentís como un lugar de extranjería?
-Mi escritura está atravesada por la condición de extranjería. No sé hasta qué punto la fantasía de lo autóctono, más que ninguna otra, es una impostura brutal. Y es un trabajo que resulta análogo al que me ha tocado, en parte por elección pero también por azar: fabricarme una lengua que sea acorde con esa condición de haber estado brincando de un lugar para otro y sentirme un poco como flotando. Colombia es como una esquina de Sudamérica en la que se junta todo: la Amazonía, los Andes, el mundo llanero colombo-venezolano, el Caribe, Centroamérica. Una forma de ser colombiano es aceptar que estás abierto a toda esa cantidad de influencias; somos este revuelto de cosas. Pero el revuelto está muy estigmatizado, en el sentido de que se cantan loas al multiculturalismo y la diversidad, que me parece un discurso completamente banal y estúpido. Tan banal y estúpido como el discurso contrario: los nuevos nacionalismos que están empezando a ponerse de moda, otra vez, en todas partes. Son las dos caras de un mismo problema, que es un poco lo que trato en el ensayo sobre (Pier Paolo) Pasolini, que ahora es el ídolo de gente de extrema derecha en Italia y España.
-¿Por qué Pasolini se convirtió en una suerte de dios para las extremas derechas europeas?
-Pasolini era un reaccionario porque él creía en una esencialidad, en una organicidad del pueblo, y eso es lo que había que respetar a toda costa. En el análisis que él hace, la sociedad de consumo, el neoliberalismo, estaban pervirtiendo esa esencia; un análisis peligroso porque esta creencia en una esencia del pueblo sabemos adonde conduce: es fascista; termina allí siempre. El pueblo es un misterio por la manera en que lo popular es un espacio de encuentro. El pueblo de manera muy extraña logra juntar cosas que se supone que no deberían estar unidas y lo hermoso de esto es que duran en el tiempo. Las mezclas que valen la pena son las que duran; pero este es un instante de peligro tremendo.
-¿En dónde ves el peligro?
-Hay dos escenarios donde la humanidad se está jugando su suerte de aquí a los próximos cincuenta o cien años. Uno de esos escenarios es Palestina. El otro es lo que está pasando con las deportaciones masivas que está haciendo (Donald) Trump ahora mismo. Esto arrancó hace muchos años con el 11 de septiembre (de 2001); se comienza por poner controles aeroportuarios donde te hacen quitar los zapatos y se termina en deportaciones a una cárcel de máxima seguridad en un vacío legal absoluto. ¿Qué diferencia hay entre esto y las deportaciones a Auschwitz? No hay ninguna diferencia. Está pasando exactamente lo mismo, sólo que en un escenario donde la tecnovigilancia, el control, ha llegado a unos niveles extremos. En medio de este escenario salir a defender esencias nacionales es una apuesta cultural como mínimo equivocada. Yo creo que hay que seguir insistiendo en la cuestión de la antropofagia, la mezcla, el revuelto, el encuentro. Hay que pensar los mestizajes, palabra estigmatizada también, pero no se me viene otra. Nosotros tendríamos que tratar de convertir eso en una fuerza cultural. Latinoamérica no está adscripta a un país ni a una lengua; tenemos que volver a pensar un universalismo desde América Latina. Curiosamente eso nos vincula con unas tradiciones que son del Mediterráneo porque el Mediterráneo y América Latina son parte de un mismo proceso civilizatorio, un proceso traumático, lleno de sombras y violencias. Pero si no pensamos en este universalismo, estamos cediendo ante otro proyecto civilizatorio, que es el proyecto puritano, genocida, del supremacismo en todas sus formas.
-¿Por qué la humanidad se está jugando su suerte en Palestina?
-Todos los días están pasando horrores en Palestina; unos horrores tan insoportables que la gente mira para otro lado. Es más cómodo no aceptar que calculadamente se están bombardeando tiendas de campaña donde hay niños y los vuelan en pedazos. El nivel de barbarie y crueldad al que se está llegando es escandaloso y debería estremecernos. Pero entiendo que la propaganda sionista y el chantaje del antisemitismo son poderosos; es un error pensar que esto es una cuestión antijudía. La derecha históricamente ha sido muy hábil para utilizar fachadas; en este caso lo que hicieron fue jaquear la fachada judía para poner en marcha un nuevo capítulo del viejo proyecto supremacista blanco, europeo. El judaísmo es una tradición hermosa, universalista, cosmopolita, de defensa de lo humano. Una tradición bellísima que tenemos que pelear por salvar. Todos tendríamos que pelear para salvar el judaísmo. La labor de la lucha por los derechos del pueblo palestino es inseparable de la labor universal de salvar el judaísmo. ¿Vamos a permitir que se extermine al pueblo palestino? Si la humanidad permite eso, yo no sé si podríamos como especie superar algo así. Lo que se está jugando allí es crucial y por eso digo que es importante salvar al judaísmo de ese proyecto imperial.
@P12